“Sólo le falta pedirme que me corte la coleta… Me lo pensaría”. Iglesias ya se arreglaba para Sánchez como si fuera Cleopatra, enlechándose los brazos ya blancos y haciéndose grecas en el pelo griego (Cleopatra fue la última egipcia griega en una Alejandría que sería pronto romana). Eso le decía Iglesias a Ferreras, tirándose de las trenzas como una enamorada desesperada y colegiala. Hasta se había vestido, para la entrevista o para el cortejo, de escolar con corbata, un poco Angus Young y un poco estudiante del Club de los Poetas Muertos. No sabía todavía Iglesias que se iba a terminar cortando la coleta de verdad, pero sólo para cortarle la oreja o el rabo a Sánchez, de una manera imprevista, elegante y desconcertante, como un torero que hubiera hecho la faena de su vida sentado. Como Juncal.
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