La España de 1975, año en que muere Francisco Franco, es ya un país que se le ha ido de las manos al régimen que él había instaurado a partir de 1939, año en que termina una Guerra Civil de tres años que ganan las tropas franquistas, también llamadas "nacionales".

Y, sin embargo, a pesar de que la sociedad española ha rebasado hace tiempo los estrechos cauces por los que discurre la vida oficialmente autorizada, en 1975 no existe entre la mayoría de los ciudadanos españoles la menor determinación de derribar al régimen por la vía del levantamiento popular con que sueñan los dirigentes del Partido Comunista, la única oposición real durante décadas al franquismo, desde su exilio francés.

No, los españoles han preferido esperar a que el régimen se agote y será sólo entonces cuando se dispongan a secundar el previsible cambio político que se producirá en el país. Aquella era sencillamente una sociedad políticamente conservadora de lo obtenido. Y lo obtenido era, sobre todo, bienestar económico y mejora de la posición social.

El despegue económico producido desde la década de los años sesenta ha llevado a España a convertirse en la undécima potencia industrial del mundo y eso tiene efectos determinantes en la sociedad española, uno de los cuales es la profunda modificación de la estructura de clases de nuestro país.

El despegue económico desde la década de los sesenta ha llevado a España a convertirse en la undécima potencia industrial del mundo

Con el desarrollo, la España eminentemente rural ha dejado paso a un país industrializado. Entre los años sesenta y setenta se han producido movimientos migratorios interiores. La población campesina de las zonas más subdesarrolladas como Andalucía, Castilla o Extremadura se ha trasladado a las grandes ciudades industriales: Madrid, Bilbao o Barcelona.

Aparece entonces una nueva clase obrera industrial, en buena parte especializada, que vive en el cinturón de esas grandes ciudades y que alcanza, por primera vez en la historia de España, un nivel de vida próximo al bienestar. Una buena muestra de esto es que el consumo de teléfonos, neveras o televisores aumenta vertiginosamente en el país de la década de los años setenta.

Es este bienestar económico el que condiciona en términos generales el conservadurismo de las nuevas clases medias crecidas y extendidas al amparo del desarrollo. Pero tampoco su conservadurismo y su escasa inclinación a las propuestas de acción revolucionaria que hacen los líderes comunistas y defienden las élites intelectuales de la oposición significa, ni mucho menos, que exista por parte de las clases medias españolas un claro o fervoroso apoyo político al régimen. Al contrario.

El franquismo, que exhibe como uno de sus grandes logros la mejora del nivel de vida de los españoles, como el salto de la alpargata al Seiscientos, se ha visto en esta década crucial abandonado poco a poco por esas clases medias que contribuyó a crear. De hecho, lo que se ha producido por parte de los ciudadanos es un alejamiento progresivo, hasta alcanzar a ser total, de las estructuras políticas de un régimen que no es capaz ya de dar respuesta a una sociedad que ha sufrido, precisamente gracias al desarrollo, un cambio profundísimo en estilo de vida, en códigos morales y creencias religiosas, en comportamientos, en necesidades prácticas y en exigencias sociales y políticas.

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