No tengo dudas de que las administraciones están luchando contra el coronavirus con la mejor voluntad y saber hacer. Ahora bien, los hechos demuestran que la capacidad de gestión de nuestros gobernantes deja mucho que desear. Y no me refiero a las grandes decisiones, como el momento de decretar el aislamiento. Son difíciles, y así lo demuestra lo que ha pasado en otros países. Estoy hablando de las numerosas gestiones del día a día: la compra de materiales, su transporte desde los lugares de origen, la distribución de los suministros y la coordinación de los diferentes departamentos y administraciones. Para estos trabajos, en muchos niveles de las administraciones francamente no sabían ni por dónde empezar.

No es de extrañar. Tenemos un problema estructural. En una empresa, para llegar a puestos de alta dirección se requiere, méritos aparte, un largo camino, a lo largo del que se adquiere experiencia. En la política española (y en la de otros países occidentales) se llega a puestos de los que dependen muchas personas y enormes presupuestos con una carrera exclusivamente política, que empieza en las juventudes del partido, y sigue en el aparato del mismo. Nada más. Y esto es así no sólo en los niveles más altos, como ministerios, sino en los numerosos cargos de confianza de las administraciones centrales, autonómicas y municipales. Muchos cargos son ofrecidos como premios a la fidelidad al partido en vez de ser ocupados por personas verdaderamente preparadas y capaces.

En estos momentos, para la lucha contra la epidemia sólo nos resta desear el máximo acierto a quienes nos gobiernan, y que escuchen a los técnicos y expertos.  No hay tiempo para cambios.

Pero el final de la pesadilla llegará. Y será el momento de reparar los enormes destrozos económicos y sociales. Será preciso un plan sin precedentes en la historia. Requerirá medidas heterodoxas. Y sin gestores preparados (y por supuesto honestos), estaremos abocados a cometer –en otros campos– los mismos errores que hemos visto en el tratamiento de la crisis sanitaria.

Gestores capaces y también valientes. Ya sabemos adónde llevan las recetas populistas y falsamente sociales. Sólo hay que ver lo que ha conseguido el peronismo en Argentina y el chavismo en Venezuela. Sabemos que tenemos en España quienes aún creen en esas políticas estatalizadoras, y no sería de extrañar que quisieran aprovechar la situación para imponerlas, ignorando sus nefastas y seguras consecuencias.

Pero tampoco valdrán recetas económicas llamadas ortodoxas. Habrá que transitar por caminos inexplorados, y por ello necesitaremos aunar los mejores talentos y poner al frente de la nave a los mejores gestores.

Valientes, porque lo primero, si queremos preservar el estado del bienestar, será reformar la administración. En esencia, las administraciones hacen sólo una de estas dos cosas: prestan servicios (maestros, personal sanitario, policía, defensa, etc.), o gestionan y dirigen a los anteriores (y al resto de ciudadanos e iniciativas privadas). Si estos dos grupos no están equilibrados, es decir, si hay más de los que dirigen que de los que hacen, las cuentas no salen.

Este es el caso de España. Para que se me entienda pondré algunos ejemplos. En España hay más cargos políticos que médicos, policías y bomberos juntos. Tenemos un cargo electo por cada 115 habitantes. En Italia, uno por cada 300. En Alemania, uno por cada 800. Es cierto que no todos cobran, pero todos quieren hacer notar su influencia, y eso al final enreda a los del otro grupo, los que de verdad hacen trabajos útiles.

En España, algunos políticos han hablado de la reforma de la administración, pero nadie ha tenido la valentía de hacer nada verdaderamente serio. No así en otros países. En Holanda, por ejemplo, hace muchos años que (a nivel administrativo) consolidaron los municipios pequeños en entidades de más o menos 200.000 habitantes. Los antiguo pueblos conservan el nombre, sus iglesias y sus fiestas.  Pero ya no hay cargos electos, y los servicios están centralizados en el siguiente nivel. Mientras tanto, en España seguimos teniendo más de 8.000 municipios. Hace unos pocos años, un panel de expertos convocado por el Ministerio de Industria censó más de 3.000 centros informáticos sólo en la Administración Central. En esa misma fecha, Canadá tenía 50, y había planes para reducirlos a 15. No  sigo.

Es muy fácil acusar a los países del norte de falta de solidaridad. Pero es comprensible que se resistan a pagar el coste de no haber tomado las medidas que ellos pusieron en marcha ya hace años.  Es decir, tener menos gente que mande y más que trabaje prestando servicios.

Repito, necesitaremos gestores muy capaces, y muy valientes. Y que les dejen hacer. Por desgracia, no estoy nada seguro de que eso suceda. Pero igual que hemos pagado un alto precio por los errores cometidos en esta crisis, la recuperación será mucho más lenta y dolorosa si no hacemos las cosas bien, rápido y con dirigentes –a varios niveles–  que verdaderamente sepan lo que hacen y que antepongan el bien de todos a sus intereses electorales. Como sucedió en la transición, con los Pactos de la Moncloa, no todas las medidas fueron populares y bien entendidas. Pero, al poco tiempo, todo el mundo se dio cuenta de su eficacia, que se reflejó en el bienestar de muchísimos españoles.

O seguimos ese camino o, contrariamente a lo que dicen algunos dirigentes de nuestras izquierdas populistas, lo pagarán los de siempre (entre los que, por cierto, ellos no están).