Marlaska ya estaba ahí cuando Pedro Sánchez hizo no un Gobierno sino un casting, aquello entre isla de famosos, all star y musical de gatos. Había nombres más de revistero que de ministerio, había pesos pesados orgánicos e históricos que parecían viejos jardineros de la casa, había personajes chusqueros que ya posaban en las fotos de reojo, y había perfiles funcionariales o técnicos, que es una manera de intentar que la política se confunda con la ingeniería, como ya hicieron Franco o Luis XVI. Para esto suele venir bien meter a un juez de ministro, que es como llevarte la misma balanza de la Justicia, balanza de pesar almas como diamantes, y convertirla en báscula de un fielato. Si había ministerios que pesaban y repartían hormigón, podía haber ministerios que pesaran y repartieran justicia o sensación de justicia. Lo sabía Felipe González, que respondió a la corrupción fichando jueces, y también lo sabe Sánchez, que quizá necesitaba jueces como el equipo que necesita porteros. Puede parecer que Marlaska está quemado, pero para Sánchez sigue siendo el último defensor o el último alabardero.
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