Allí estaba Victoria Prego, todavía presidiendo, enseñando o vigilando a los viejos plumillas de arboladura desencajada y tonsura cana, como Quijotes del periodismo, y a los presidentes que no se han quitado todavía el levitón presidencial, el guardapolvo de la política o el guardapolvo de sheriff, y a los padres de la Constitución que están a punto de ver morir a su hijo como a un hijo soldado o quizá sólo un hijo albañil. Allí estaba Victoria Prego, su foto en la pantalla, quiero decir, y su magisterio en las maderas de aquel salón de la Asociación de la Prensa de Madrid, con las paredes enladrilladas de largas enciclopedias ferroviarias, con letra de carbonilla y dorados de Orient Express, como si el periodismo fuera un oficio del pasado, como el de fogonero o forzudo, que a lo mejor es eso lo que pasa. A Victoria Prego le hacían un homenaje en su casa o en su templo, pero yo creo que los periodistas, los políticos, los amigos y los ciudadanos en general íbamos allí sólo para que nos absolviera desde esa foto por nuestros pecados profesionales o cívicos, ella que no sólo enseñó periodismo y memoria sino ciudadanía.
Entre plumillas algo desplumados, presidentes de gobierno en trono (Felipe González recibía saludos sentado como un faraón) y padres de la Constitución como con el hijo perdido en la estación, aquella foto de Victoria Prego me parecía la de una serena infanta del periodismo o quizá de Portugal, con esa cosa portuguesa que tenía ella de pequeñez en la grandeza, alegría en la melancolía y sabiduría en la humildad, o viceversa. Yo estuve todo el tiempo pensando que los amigos, los periodistas y los políticos que iban a hablar se iban a tener que sentar bajo esa foto, alrededor de una mesita con una flor como pebetero, mientras Victoria les miraba desde arriba la calva y el alma, transparentes ambas, o nos las miraba a todos en realidad. No se puede recordar a Victoria Prego sin preguntarse uno qué está haciendo en su trabajo, en su vida, en su país, ella que lo hizo todo sin darse importancia. Eso es crear escuela, eso es dejar huella, eso es ganarse no ya una foto en una pantalla o un salón sino un ojo en el cielo al que uno sigue mirando de reojo, como a las grúas de la ciudad.
“En España enterramos muy bien”, dijo una vez Rubalcaba, al que yo vi ciertamente muy bien enterrado entre portones egipcios y comoditas napoleónicas en el Congreso. Creo que fue Félix Madero el que recordó la frase, pero para hacer notar que ése no era el caso de Victoria Prego. “Dios nos libre del día de las alabanzas”, contaba en una anécdota González, que se dispersa mucho en batallitas y retruécanos, yo creo que no tanto por edad sino por costumbre de que le exijan hablar siempre de lo mismo. Lo que querían decir es que a Victoria Prego no la enterraban con misas pagadas ni letanías de compromiso, porque lo que le dicen ahora, ya con ese gran ojo en el cielo, ese ojo de mirarte a los ojos, como hacía ella no sólo con los entrevistados sino con cualquiera, es lo que ya le decían antes. A muchos españoles les sirve morirse, morirse es incluso lo más importante que llegan a hacer. Lo más importante o lo único que pueden hacer para que te recuerden y te dediquen una tarde de anécdotas y condescendencia con olor a flor de plástico o a té de bolsa. Pero a Victoria Prego morirse no le ha servido para nada, o sea. Algo increíble y meritorio en España.
Sin roneo, sin cumplidos para cumplir, sin ceremonias para rellenar, los plumillas huérfanos, los presidentes recosidos y los padres de la Constitución descuadernados como aquel librito del 78; ellos más amigos, colegas y esa familia como ferroviaria que daba aquel salón ferroviario, le dedicaban a Victoria Prego los mismos elogios o recuerdos de siempre. La diferencia es que ella no estaba allí para decir “¡qué barbaridad!”, que lo decía mucho según recordó Joaquín Arozamena, que ahora parece un maestro chino del periodismo, y con quien Victoria hizo aquel informativo experimental o subterráneo cuando todo el periodismo en realidad parecía experimental y subterráneo. Casimiro García-Abadillo, al que yo veo ahora andar, sin Victoria, un poco como con un ala rota de periodismo y de amistad, recalcó que era “admirada y querida por todos” e “incompatible con el sectarismo”. Su compañera y amiga Anabel Díez, a la que le costó arrancar por las lágrimas, no quiso insistir en lo de la gran cronista y recordó a la amiga, la compañera, la madre, que aún así no podía dejar de ser “periodista todo el rato”. Pero el periodismo heroico o ejemplar no deja de ser una cosa un poco gremial y un poco monacal, que allí, entre tantos libros como tejidos a mano, se puede confundir con un entusiasmo por el derecho romano. El magisterio de Victoria no sólo fue académico o vital, sino cívico. Ella creó conciencia ciudadana de la democracia, y eso es más que una cátedra y más que una medalla.
Entre padres de la Constitución como templarios con plumín, Victoria Prego era sin duda la madre de la Constitución
“Antes que periodista, fue ciudadana”, resumió Agustín Valladolid. Entre padres de la Constitución como templarios con plumín, Victoria Prego era sin duda la madre de la Constitución, la que nos ayudó a entender ese gran pacto como una madre enseña a entender la vida. Según Iñaki Gabilondo, que se ha ido como americanizando de clasicismo un poco mainstream, ella fue la gran “abanderada” de esa causa y de ese momento. Aunque ahora (citaba Valladolid el artículo del último 6 de diciembre de Victoria) ella creía que habíamos fracasado a la hora de inculcar los valores constitucionales a las últimas generaciones. Y creo que tiene razón. Y no sólo entre la ciudadanía, sino sobre todo entre los políticos. “La vamos a echar de menos en estos momentos que son de liquidación del 78”, sentenciaba Felipe González, que en realidad todo lo dice sentenciando y muy velozmente, como un juez televisivo (quizá ya no se acuerda, con estas alabanzas a la prensa libre, de cuando llamaban “El Inmundo” a El Mundo).
Rajoy, que está entre rejuvenecido y recosido, como un paraguas arreglado (yo siempre digo que Rajoy es como el paraguas que se dejó olvidado Aznar al recoger su sombrero hongo); Rajoy, decía, recordó que la democracia liberal está en peligro, no sólo por China o Putin sino por los populismos que tenemos aquí mismo. Y gobernando, nada menos. “Ojalá hubiera más Victorias Prego”, dijo muy gallegamente, entre la melancolía, el rezo y lo imposible. Miquel Roca, otro que está como más joven o más elástico (quizá estos viejos políticos se van de crucero con camisa hawaiana y vuelven así), quiso hablar de Victoria Prego “desde el agradecimiento”, como exponente del “mejor periodismo” que ha construido también “la libertad de este país”. Claro que la libertad ahora parece una cosa de derechas, que lo progresista es que nos gobiernen desde la arbitrariedad y la batamanta una pareja de emperador y emperatriz. Sobrevoló también la amnistía, es decir Sánchez. La amnistía que termina con “la igualdad y la separación de poderes”, porque “cualquier mayoría parlamentaria puede liquidar una resolución judicial”, explicaba Rajoy. No era una tertulia general en la radio, sino que el magisterio de Victoria Prego también consistía en recordar estas evidencias que ahora resultan, ya ven, blasfemias.
Yo miraba de nuevo la foto de Victoria Prego en la pantalla, y seguía preguntándome si nos absolvería por nuestros pecadillos profesionales y cívicos a todos los que estábamos allí, o nos exigiría más sin dejar de sonreírnos. Luego pensé que la foto no nos miraba tanto a nosotros como a la pared del fondo, donde estaba escrito, con un fondo azul como bizantino, el artículo 20 de la Constitución. Un vídeo nos recordó su vida, su trayectoria, su voz, sus ojos que ya no se irán nunca, y dejó allí, en la pantalla, su firma como la de un mosquetero de la Constitución. Se iban los plumillas descascarillados, los presidentes pachones, los padres de la Constitución ya como abandonados en asilos, y yo diría que Victoria Prego seguía mirando aquel artículo 20. Victoria era como la madre mirando al hijo, pidiendo que cuidáramos al hijo. Claro que no era su hijo, ni era el hijo de los que se iban, andando un poco a vapor todos. En realidad no era el hijo de nadie. Éramos toda la ciudadanía, todos nosotros, que aún tenemos los ojos y la vida para defender lo que Victoria Prego defendió.
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