El vecino con el que compartes escalera lo sabe todo. Es consciente de que esa mujer no está en tu casa para limpiar ni para llevar al perro al pipicán. No hay capacidad de esconder los grandes destrozos en los bloques de viviendas. Los secretos circulan entre paredes que no son más gruesas que un naipe ni más resistentes que la estabilidad emocional de un divorciado de cincuenta y con 'problemas laborales'. El vecino acierta cuando piensa que lo estás pasando mal, pese a que escuche tintineo de botellas, pisadas de bachata, desfile de tacones y carcajadas a deshoras.
Eres como una figura de Lladró: hortera y frágil. Tan aturdido que llegas a pensar que tu vecino de escalera te admira cuando os cruzáis mientras caminas de la mano con una mujer mucho más joven, bien maquillada y perfumada. A lo mejor consideras que te envidia porque has decidido disfrutar de una segunda juventud en la etapa del dolor de articulaciones. Pero intentará evitarte y le dirá a su hija que no suba contigo en el ascensor. Cuando te encuentra -siempre sin querer- lo primero que piensa es que eres un hombre atribulado que busca consuelo entre chicas con problemas que buscan un padre o un pagador. Eso es bastante patético. Despierta cierta compasión en quien lo ve y le impulsa a volver a casa. A refugiarse entre la familia, que es la que le protege de los mundos tenebrosos de ese hombre, que son en los que se sumergiría si todo se torciera.
Los vecinos son los primeros que se sorprenden cuando la imagen pública de sus compañeros de escalera es muy distinta a la que escuchan a través de las paredes. A los gritos por teléfono, a las trifulcas o a las costumbres desordenadas. Al televisor encendido hasta las tantas o al proceso eterno de selección de limpiadoras en catálogos donde se ofrecen acompañantes de nivel y masajes holísticos. Ese caos es tan penoso que, a veces, se convierte en atractivo para los demás. Entonces, esperan junto a la mirilla. "Ahí viene Carla". O quien sea.
Las paredes son de papel
Cuesta mucho no saber la vida de los demás ni sacar cantares al resto. Abstenerse de criticar es bastante inhumano e hipócrita. Se escucha todo a través de las paredes. Por eso, hay que ser bastante inocente para pensar que el jefe de una organización puede ser completamente ajeno -por ejemplo- a los manejos de las dos personas que ha tenido a su diestra durante los últimos años. Especialmente, si ese líder tiene poca tolerancia hacia las críticas y tiende a controlar cada movimiento a su alrededor.
Los autoritarios no admiten versos sueltos porque los consideran una amenaza. Por eso, viven anclados en una ortodoxia militante y asfixiante. En una mediocridad muy efectiva. Ellos marcan las rutinas y ellos deciden quiénes entran y quiénes salen. Su incertidumbre sobre el futuro es similar a la del divorciado cincuentón que recurre a las putas para contarles sus méritos personales y profesionales durante una o dos horas, al borde de la cama. Pero los líderes no temen a los momentos de soledad per se, sino a que por debajo de ellos se formen conjuras.
Así que miran cada papel y tumban los muros gruesos en sus organizaciones para que nada sea ajeno a ellos. Ejecutan con frialdad ante la mera sospecha y siempre quieren su parte. En las empresas comandadas por un líder fuerte, siempre hay diezmos y favores desinteresados que se deben entregar al que manda. Quien, cuando le preguntan, se desvincula de las tramas y corruptelas cuando comanda una de esas organizaciones, lo que hace, en realidad, es ganar tiempo y poner a los pies de los caballos a quienes le rodean, aunque formen parte de su guardia pretoriana. Quien se hace el tonto cuando sus manzanas más cercanas están podridas, en realidad, está desafiando la inteligencia de los demás.
También suele faltar a la verdad el divorciado cincuentón cuando sale al exterior y se separa de la versión más truculenta de sí mismo. Ahí suele presentarse como alguien ordenado, feminista y abolicionista. Todos lo hacen. Todos los hombres débiles suelen mentir, pero no de la forma que piensan las mujeres inseguras. Lo hacen para reivindicarse y para negar aquello de sí mismos que les avergüenza. Es parte de este atroz ejercicio que implica sobrevivir.
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