A la Macarena yo creo que le han hecho el mismo maquillaje que a Sánchez, de tanto querer superponerle o quitarle agonía, gloria, hematomas y albero popular. La Macarena sufría mucho, o sufría poco, no sabemos, que no estaba clara la cosa entre rubores y hollines, más esas tachuelas de lágrimas como piedras de riñón o como cristalización joyera de la pena. El caso es que a la Macarena la han querido hacer más dolorosa, o menos, o más hermosa, o menos, porque tampoco sabemos si la santidad, la gloria o el amor del pueblo se consiguen con más pena o con menos pena, con más belleza o con más naturalidad, con más alegría o con más crueldad. Por eso, hasta a los más entendidos y fieles, a los vestidores de santos y a los orfebres de pañuelitos de lágrimas, la Macarena y Pedro Sánchez les quedan como ambiguos. La ambigüedad es lo que salva a los dioses, a los políticos y a los santeros y cofrades de los dioses o de los políticos. Sobre la pena de la Virgen, madre de todas las penas, pena de todas las madres, no se ponen de acuerdo ni sus propios hijos, y eso es exactamente lo que ocurre con la pena de Sánchez.

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A la Macarena le han puesto y quitado pestañas, le han puesto y quitado colorete, le han puesto y quitado fajín de generala o faja de madre, le han puesto estrellas en los ojos quitándolas del cielo, de la corona o del manto, o al revés, y ya nadie sabe si es la Macarena, su Macarena, o es otra Macarena, o es otra virgen de cabecero, o no es la Virgen cristiana, sino otra diosa madre o virgen cazadora con capote de paseo y carro heráldico de flores, lunas, espigas y bueyes. A la Macarena no le pegan las pestañas, decía una señora en la tele, quizá porque la santidad requiere que se te quemen las pestañas con los cirios de los rezos (el cirio sigue rezando por el creyente cuando el creyente ya se ha ido, o ni siquiera reza). Una virgen con pestañas, pues, no es que quede demasiado coqueta sino poco rezada, como un santo recién ascendido. A otra señora incluso le parecía que a la Macarena le habían puesto un cuello más grueso, no de una madre huérfana de hijo sino de una viuda sólo viuda de sus collares. 

El PSOE está un poco así, que no sabe si Sánchez sigue siendo Sánchez, o es un san Sebastián abatido en el colchón de la Moncloa como un ángel de palomar

El PSOE está un poco así, que no sabe si Sánchez sigue siendo Sánchez, o es un san Sebastián abatido en el colchón de la Moncloa como un ángel de palomar, o un san Lorenzo achicharrado por las propias manos achicharradas de su gente. O sea, en el PSOE no saben si le han cambiado al ídolo o le han robado al ídolo, como esas vírgenes que se decían robadas por los moros. Pero yo creo que el personal, igual que ve milagros donde no los hay, también ve cambios donde no los hay. Y Sánchez no ha cambiado. A Sánchez sólo le han puesto una lágrima de más, un poco saltada, como la loza saltada de las caras de tacita de las vírgenes; y una puñalada de más, en esa panoplia o póker de puñales que suelen llevar las dolorosas en el corazón de cofrecito; y un tono de colorete de más, que a lo mejor es el tono de colorete que distingue el dolor humano del dolor sobrehumano, y por eso descoloca tanto a la gente de Sevilla y a la gente de Ferraz una Macarena o un presidente con el dolor coagulado o el dolor diluido de repente, de divino a sólo arriano, de falso a verdadero o de verdadero a falso de un día para otro.

La santidad no sabría yo decir qué es ni por qué llega, salvo que en un principio parece algo que te convierte la piel en papel de seda, los huesos en candados y los ojos lo mismo en ostras que en grutas con hoguera, y esto es algo que han entendido muy bien la imaginería cofrade y ahora, también, la Moncloa. Pero diría que, sobre todo, la santidad es algo que se estampa, en madera, en carne, en llama o en verbo, y, una vez que se estampa, cualquier cambio es blasfemia. Da igual que la nueva Macarena tenga más pena o menos pena, más sangre salpicada o menos, más belleza o más tragedia, porque no es la que estaba estampada en los creyentes, por eso parece otra y a lo mejor es cierto. Eso de la santidad, o la veneración, parece algo muy frágil en el fondo, porque uno se pasa con la restauración, con el colorete o con la idolatría y enseguida la madre de Dios parece sólo una fallera y el presidente del Gobierno parece David Bowie. Claro que el cambio de Sánchez no ha sido por el maquillaje ni por unos clavos de más o de menos en las manos claveteadas o en el cabello claveteado.

Yo no sabría decir si la pena recauchutada de Sánchez es la pena recauchutada de la Macarena, ni si la Macarena es la Macarena. Pero Sánchez sí sigue siendo Sánchez por mucho que cambie, por mucho cielo, carne o sangre que se quite o se ponga en los huesos o en los ropajes. Al contrario que los santos del pueblo, que pretenden ser la eternidad barnizada, Sánchez sobrevive cambiando, ésa es su esencia. Pero la gente en San Gil, huérfana de madre al menos por un momento, como los chiquillos perdidos, nos demuestra que la veneración popular rechaza el cambio brusco y, sobre todo, arbitrario. En realidad, la banda del Peugeot uno la ve sólo como un añadido folclórico y latonero, como la Centuria Romana de la Macarena. Sánchez, que ahora se balancea con luz macabra de farol sevillano (los faroles sevillanos dan sombra intrínseca de entierro, como su sombra intrínseca de herrería); Sánchez, que apenas se mantiene sujeto a sus atributos, mitologías y ajuares por alfileres de nácar, nudos de hilo y tornillitos de plata; Sánchez, en fin, caerá, más que nada, por ser un falso ídolo. 

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