El 29 de diciembre, cuando los primeros pacientes con neumonía ingresaron en uno de los hospitales de Wuhan con una infección desconocida, Ifema albergaba un musical sobre Jesucristo, un circo de hielo, una exposición de Juego de Tronos, otra sobre Tutankhamon y un espectáculo del mago Yunke. Hoy es un hospital de campaña con capacidad para recibir a 5.500 enfermos, camas UCI y salas para la última despedida entre familiares y pacientes terminales. El Santiago Bernabéu es un centro de aprovisionamiento de material sanitario. El Palacio de Hielo es una morgue. Los cadáveres se acumulan en el parking de un tanatorio de Barcelona y en otros tantos por España y el mundo. El planeta superó este viernes el millón de infectados y los 55.000 muertos.

El 31 de enero parece ya una fecha prehistórica. Pero en realidad no hace tanto que Fernando Simón pronosticó, en su comparecencia de aquel día, que en España no habría «como mucho, más allá de algún caso diagnosticado». Cuando dos semanas después se canceló el Mobile World Congress de Barcelona, desde Moncloa se alentó el mensaje de que la decisión no respondía «a razones de salud pública». Lo cierto es que sí lo hacía. Ese mismo día había muerto en Valencia, con coronavirus, un hombre de 69 años que ingresó con una neumonía grave tras regresar de un viaje por Nepal, aunque no lo supimos tras un análisis postmortem semanas después.

Había más de 63.000 infectados y 1.500 muertos en China entonces. El problema no era ya una noticia exótica que llegaba desde una ciudad de la que poca gente había escuchado hablar. Pocas horas después el virus ya estaba oficialmente en Corea del Sur, Filipinas, Japón, Singapur, Taiwan, Malasia, Australia…también en Estados Unidos. Los cierres de fronteras con China llegaron cuando el virus ya no estaba sólo en China.

Con honrosas excepciones -Corea, pero también Singapur, Hong Kong o Taiwan-, la magnitud de la epidemia emergente se trató en muchos lugares con improvisación en el mejor de los casos. En los peores, directamente con negligencias y mentiras. «Sabíamos esto hace 11 semanas y malgastamos febrero cuando podíamos haber actuado», aseguró esta semana en una explosiva intervención en la BBC el editor de la revista científica The Lancet, Richard Horton: «Es trágico y era previsible. Siento decirlo, pero era prevenible».

Hubo muchas alertas rojas que se ignoraron. Y el caso del paciente muerto el 13 de febrero es especialmente paradigmático. Acababa de regresar de Nepal, un país que desde el inicio de la crisis asegura haber registrado sólo seis casos positivos por coronavirus. En el momento en el que el turista valenciano estaba en el país, sólo se había confirmado un positivo. ¿Puntería? Improbable.

Las sospechas de infradetección se extienden por otros muchos países del sudeste asiático, que pese a ser los primeros en registrar positivos y muertes fuera de China, no han superado en ningún caso los 4.000 contagios. Sin testeos masivos ni medidas draconianas desde el día uno. En definitiva, un ejercicio de fe.

Ninguna de esas zonas se calificó como de riesgo mientras la epidemia avanzaba con una fuerza invisible. Autoridades en todo el mundo se adscribieron durante meses a la religión de los datos oficiales, que dibujaban una realidad absolutamente artificial y que sin embargo guió la acción de los gobiernos.

Hasta finales de febrero, en España, el ministerio de Sanidad recomendaba «vida normal» a quienes regresaban de zonas de riesgo -China, casi exclusivamente- si no presentaban síntomas. Ahora se incide cada vez más en la potencial peligrosidad de los pacientes asintomáticos, y la «vida normal» ya no se le recomienda a nadie. Se subrayaba la inutilidad de comprar mascarillas, cuyo uso generalizado se recomienda ahora para desconcierto general.

Los avisos de Europa y de la OMS

No es cuestión de capitanes a posteriori, el recurso global al que se agarran los gobiernos superados por la crisis -que no son todos- para descargar su propia responsabilidad. El 25 de febrero, la Organización Mundial de la Salud lanzó el enésimo aviso al mundo y pidió a los países que se prepararan para una «potencial pandemia». Ese día la epidemia ya estaba fuera de control en Lombardía, en el corazón de la Unión y del espacio Schengen. Los aviones seguían volando y Europa se agarraba ciegamente a una ilusión de normalidad durante dos semanas en las que se celebraron eventos deportivos, mítines políticos y grandes manifestaciones. Contra las directrices del Centro Europeo para el Control y la Prevención de Enfermedades, que el 2 de marzo ya recomendaba medidas de distanciamiento social y cancelación de aglomeraciones.

España no reaccionó hasta el 9 de marzo. Francia había prohibido las concentraciones de más de 5.000 personas desde el 29 de febrero. El 8 de marzo las redujo aún más, hasta 1.000 personas. Alemania había establecido esa misma barrera días antes.

España representa, a día de hoy, el 10% de los contagios oficiales registrados en el mundo y más del 20% de las muertes confirmadas en el planeta por el nuevo Covid-19. Nuestro país ha igualado en contagios a Italia pese a realizar la mitad de test diarios, y supera ampliamente a Alemania, que realiza hasta 500.000 por semana. El Reino Unido, que ya ha comenzado a hacer una cantidad de pruebas similar a la española -alrededor de 15.000 al día-, está por el momento incrementando sus contagios en unos 4.000 por jornada.

La Organización Mundial de la Salud ya declaró a Europa como el epicentro de la pandemia. Los sistemas sanitarios más fuertes del mundo están experimentando sus límites más salvajes para contener el avance de una infección que algunos políticos, como Pablo Echenique, calificaban como «una gripe menos agresiva que la de todos los años». Era 25 de febrero, el mismo día del aviso de la OMS.

El mundo que viene

Hoy Europa sabe que su estilo de vida cambiará radicalmente en los próximos meses. Que las reaperturas serán parciales, las mascarillas un elemento más de la vida cotidiana y la amenaza de un rebrote no desaparecerá hasta que no exista una vacuna, con los proyectos todavía dando los primeros pasos de sus fases clínicas. China, tras levantar parcialmente algunas medidas, ha vuelto a ordenar el cierre de sus cines por miedo a un segundo brote. Es el espejo. «Playas, abrazos, contactos, partidos de fútbol, cines, teatros…todo eso ya lo conquistaremos cuando tengamos una terapia específica y una vacuna», dijo esta semana Walter Ricciardi, asesor del gobierno italiano y miembro de la Organización Mundial de la Salud.

El Coliseo de Roma está vacío, la Torre Eiffel también, como la Puerta del Sol y la de Brandenburgo. La Sala Pionir de Belgrado es un hospital de campaña entre aros de baloncesto y la UEFA fantasea con jugar la Champions League en agosto. ¿Y el resto del mundo, qué?

El buque hospital que cruzó frente a la Estatua de la Libertad para dar apoyo a la emergencia sanitaria que azota Nueva York (más de 100.000 contagios y cerca de 3.000 muertos) es una imagen distópica ante la que estamos inmunizados. Europa vive esa tragedia en diferido, porque las emergencias y los debates son los mismos por los que ya pasamos aquí. Las EPIs, los respiradores, el triaje, las mascarillas, la acción, la inacción. El relato del gigante con los pies de barro ya se da por descontado en esta crisis, de la que también saldrá una intensa lucha geopolítica. Mientras China y Rusia tratan de posicionarse, ahora, como potencias benefactoras, la inteligencia norteamericana aviva las sospechas de que el régimen de Pekín no ha sido transparente con las cifras y la magnitud de la enfermedad.

Esa lucha se librará, pero autoridades y poderes económicos miran ahora con temblores hacia América Latina, donde los brotes avanzan rápido. En algunos lugares contradiciendo la teoría de que el virus se detendrá con el calor. Ecuador -cuyos primeros casos fueron importados desde España- vive una situación dramática, con algunos cadáveres en la calle en Guayaquil y el presidente Lenín Moreno asumiendo que las dimensiones de la emergencia son mucho mayores que los datos oficiales, que hablan de 3.163 contagiados y 120 fallecidos.

Mientras México o Brasil relativizan o ignoran la crisis, los chilenos (22 muertos) son los segundos ciudadanos más descontentos del mundo con la gestión de su gobierno, por detrás de Tailandia (19 fallecidos) y por delante de España (10.935). Mientras, Perú (55 fallecidos) ha impuesto el toque de queda y el confinamiento ya se ha extendido en Colombia (19 decesos) o Argentina (39). La diferencia en las medidas tomadas entre unos países y otros -un fenómeno importado, también, de Europa- amenaza igualmente con ser un quebradero de cabeza cuando haya que acometer la vuelta a la normalidad.

África, la bomba de relojería

La descoordinación, los problemas logísticos y sociales y la capacidad de actuación de Estados prácticamente fallidos obligan al escalofrío también en África. Sanitarios y ONGs alertan de que la actuación contra el coronavirus es urgente, pero amenaza con dejar sin recursos a la lucha contra otros dramas recurrentes: la tuberculosis, la malaria, el VIH, la diarrea. También el ébola.

La irrealidad de las cifras espanta a la comunidad científica. «No tenemos ni idea de cómo se va a comportar el coronavirus en África», dijo el 15 de marzo en Science Glenda Gray, presidenta del Consejo Sudafricano de Investigación Médica. Otros expertos llamaban la atención sobre la imposibilidad de aplicar efectivamente medidas de distanciamiento social en megalópolis que ya viven en muchos casos al borde del hacinamiento, igual que en India.

África cuenta a su favor con una menor cantidad de desplazamientos internacionales, pero juega en su contra todo lo demás. La debilidad de los sistemas sanitarios, la incapacidad de testar masivamente y, como en otras epidemias, la dificultad para medir su alcance real. Mientras Sudáfrica ha reportado ya más de 1.400 casos, Namibia sólo ha confirmado 14, Mozambique 10, Suazilandia y Zimbabwe nueve y Botswana cuatro, uno de ellos ya fallecido. Todos comparten frontera con la potencia del sur.

El fenómeno se replica por todo el continente, cuya respuesta se basó inicialmente en controles de temperatura en aeropuertos y refuerzo de las fronteras. En Senegal hay 207 casos, pero en su vecina Mauritania sólo seis. En Costa de Marfil 194, pero en Liberia seis. En Ghana 204, pero en Togo 39. En Burkina Faso 288, pero en Mali 36. En Camerún 306, pero en Chad y la República Centroafricana únicamente ocho. En Argelia 986, en Egipto 865, en Túnez 455. ¿Libia? 11. Ningún caso en Sudán del Sur, dos en Sierra Leona, tres en Burundi y Malawi, cinco en Somalia.

«Mi preocupación es que nos enfrentamos a una bomba de relojería», decía también en Science Bruce Bassett, experto en análisis de datos de la Universidad de Ciudad del Cabo. Mientras tanto, África sólo ha saltado a los titulares en Europa después de que dos médicos franceses planteasen usar el continente como campo de pruebas para la futura vacuna contra el coronavirus, provocando la furia del camerunés Samuel Eto’o, ex delantero del Real Madrid y del Fútbol Club Barcelona: «No sois más que mierda. África no es vuestro patio de recreo».