Pablo Iglesias apareció en las tertulias como si fuera David Carradine en Kung fu, con una cadencia de flauta de bambú, una justicia inmediata de pies descalzos y una papiroflexia boba de galletita de la suerte. Parecían modos e ideas diferentes, cuando sólo era un profesor de camarilla universitaria intentando hacer política orientalista, igual que un actor blanco que intenta hacer de chino filosófico y mortífero, o sea, con mucho truco, maquillaje y cámara lenta. Pocos años después, su partido no sólo es también casta, sino que ya es únicamente casta. De aquellas verdades de mirarse uno la sandalia, de aquella cola chinesca como un nunchaku vengador, hoy no queda nada. Su ideología es un pastiche de moditas y neologismos que lo mismo se adapta a Junqueras que a Sánchez que a Maduro que a la Unión Europea; el partido ya está metido en escándalos de presidente de fútbol engominado y de delatores que cantan, y vemos a Echenique arremeter en Twitter contra la prensa y las conjuras como un Felipe González en triciclo.
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