Pedro Sánchez no se ponía al teléfono cuando Torra lo llamaba desde sus cuartos de banderas como un novio haciendo la mili de ordenanza. Pedro Sánchez quería recuperar el delito de referéndum ilegal y meter en la cárcel a Puigdemont, y lo decía en los debates con una determinación y un ceño del Coyote mirando sus planos de Acme. Pedro Sánchez había visto sin duda rebelión en todo aquello que pasó, o eso nos contaba en una entrevista que parece ya muy antigua, como al primer Miguel Bosé con calentadores. Ahora, Pedro Sánchez llega a la Plaza de Sant Jaume, que tiene algo de plaza de peregrinos, de religiosidad gallega en los soportales, esa religiosidad de escudilla con lluvia; llega al Palacio de la Generalitat como a tocar un apóstol hecho de conchas o una pila hecha de agua de cueva, llega con “emoción y respeto”. Llega, sobre todo, siempre sin memoria y siempre sin escrúpulos.

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