Pablo Iglesias ya está en Madrid con sombra municipal de sereno o de alguacilillo, que esa pinta se le ha quedado al bajar del Gobierno, una pinta entre autoridad de plazoleta y de matadero. A Ayuso ya le ha dicho que “es más que probable que cuando se la investigue de verdad acabe en prisión”. Iglesias es capaz, a la vez, de apelar a la presunción de inocencia con sus tarjetitas y líos y consultoras, de defender que los presos los decidan los partidos y no los tribunales, y de adelantar a sus adversarios una cárcel que es más un infierno, ese infierno goloso en el que se regodean los curas con los pecadores retorciéndose desnudos. “Derecha criminal”, ha dicho, como cuando se maldicen tribus enteras o 7 generaciones de algún impenitente. Madrid no parece en principio más criminal que cualquier otro sitio. Desde luego, menos que Gomorra o Cataluña. Pero Iglesias tenía que aterrizar en Madrid entre el asombro y el casticismo, una cosa entre profeta y el Spiderman gordo de la Plaza Mayor.
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